Mi padre

P.R.G. - Salón redondico

No sé si fue un Betis – Málaga en el que quien perdiera bajaba a Segunda o un partido que jugaba el Espanyol en el que, por supuesto, quería que ganasen pues yo también era español, faltaría más. Mi primer recuerdo futbolístico se difumina en mi memoria. Ya recuerdo más el España – Malta, para el que me hice una bandera coloreando un trozo de papel de rojo y amarillo que luego mi padre me grapó a un palico de madera. Y el Mundial del 82, que fue el responsable de que en casa entrara la tele en color y de alguna que otra bronca de mi madre, harta ya de tanto fútbol. O si no, aquélla mítica cabecera que precedía al partido del sábado por la noche en la segunda cadena, con esos futbolistas toscamente pixelizados jugando al son de una melodía que me parece estar escuchando ahora mismo...

El caso es que por todos estos recuerdos sobrevuela siempre la imagen de mi padre, culpable de inocularme este virus del balón. Era él quien me llevaba los sábados por la mañana al campo de Lapuerta, para ver al equipo de mi barrio, quien me explicaba las normas, cómo vestía cada equipo, qué significaba llevar un número concreto (cuando el dorsal definía la posición en el campo)... Tengo grabada su estampa de domingo por la tarde, con su transistor rojo pegado a la oreja escuchando las evoluciones de los Huertas, Sagarduy, Trasante o Valle mientras yo jugaba con el tente o los airgamboys. Fue él quien me llevó a ver por primera vez un partido del Cartagena, en El Almarjal, contra el Recreativo, y también a la inauguración del Cartagonova, contra el Burgos. Junto a él, con el sofá y la tele de aliados, viví fracasos de la Selección Española uno tras otro, y la noche mágica de Butragueño en Querétaro y el éxito de la Eurocopa en el que estoy seguro de que alguna lagrimilla se le escapó, aunque no quise mirarle porque, para eso, él es muy suyo.

A veces vemos juntos sus fotografías de cuando era él quien le daba patadas al balón, y se le nota una mezcolanza de orgullo y de melancolía cuando me cuenta la historia de cada foto. Y me contagia la melancolía, pues sé que llegará un día, espero que dentro de mucho mucho tiempo, en el que no volveré a escucharle. Y me contagia el orgullo, pues qué mayor privilegio puedo desear que el de tener por padre a un buen hombre.

Hace unas semanas fui yo quien le llevé de nuevo al fútbol. Mi madre me dijo que estuvo todo el día deseando que llegara la hora del partido y, a pesar de que no suele ser muy expresivo, en su cara vi la ilusión de un niño con zapatos nuevos cuando íbamos al estadio. Fue un partidazo, ganamos 4-1 jugando de vicio, pero para mi lo mejor de la tarde fue ver a mi padre disfrutar como lo hizo. Se lo merece.