Érase una vez un niño llamado Pablo Islas. Pablito nació en Buenos Aires en 1979 y, como en su familia había varios futbolistas, comenzó a darle patadas a un balón desde pequeño. Fue creciendo y créeme cuando te digo que no tuvo más opción que dedicarse al fútbol. Sin tener aún 20 años unos delincuentes le dispararon (resultó ileso, aunque una bala le pasó a escasos centimetros de la cabeza), marcando el pistoletazo de salida (nunca mejor dicho) de las peripecias que le acompañaron durante su carrera. Este sustillo tuvo lugar en la misma época en la que llegó a jugar algunos partidos con Boca Juniors, pero no cuajó con el equipo xeneize e inició un periplo que le llevó a equipos de Argentina, Uruguay, Italia y Costa Rica. Por estos lugares fue dejando un muestrario surtido de incidentes tales como agresión a un hincha de su propio equipo, gestos oscenos a la grada, disputa en el aeropuerto entre directivos de Peñarol y Nacional para ver quén lo fichaba, pelea con uno de sus hermanos que le provocó quemaduras en una pierna, dos descensos de categoría... Todo esto jalonado de alguna que otra buena actuacion que incluso le pusieron en la órbita de la albiceleste, aunque una órbita un poco lejana, eso sí. Y es que cuando Pablo estaba bien era un delantero centro interesante. Pero, amigo, le costaba estar bien.
Con todo este palmarés a su espalda, recaló en Cartagena en la temporada 2004-2005, donde entre lesiones musculares, aclimatación y problemas burocráticos sólo disputó 7 encuentros en una de las temporadas más grises de la historia del FC Cartagena. Y si hasta ahora su vida había sido muy entretenida, lo que le ocurre a partir de este momento es de traca. Y si no te lo crees, atento.
Poco después de marcharse de aquí, se vio envuelto junto con otros jugadores, seguramente de forma involuntaria, en un asunto de blanqueo de dinero con implicaciones de cárteles mexicanos de la droga. Luego, en septiembre de 2005, dio positivo por cocaína en un control antidoping, lo que le supuso 6 meses de suspensión. Más tarde, ya en el 2006, el equipo en el que jugaba descendió de categoría y él padecio una grave enfermedad vírica (se dice que meningitis) que hizo peligrar su vida y que estuvo a punto de dejarlo parapléjico. Afortunadamente consiguió recuperarse, pero no quedaron aquí sus calamidades, pues en octubre de 2007 sufrió un atraco y, al oponer resistencia, le volvieron a disparar, esta vez en el abdomen, lo que le tuvo varios días ingresado en el hospital.
A partir de entonces, nada. Su hermano Luis (que llegó a ser portero de la Selección Argentina y militó en el CD Logroñes en Primera División) intentó llevárselo al equipo en el que era entrenador, pero poco más se pudo sacar de él, de un jugador al que miró un tuerto, o que se hizo mirar por un tuerto, no sabemos.
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