La historia de un club de fútbol no la ecriben sólo los futbolistas, los técnicos, los periodistas o demás entendidos. También los aficionados. Y dentro del variopinto mosaico que conforma la grada de un estadio hay teselas especiales, que sobresalen del resto. Una de ellas era Claudio, un vendedor de lotería modesto que vivía con su perrico blanco y negro y con lo justo en la calle Lizana. Lo poco que ganaba lo gastaba en seguir a su Efesé por donde éste fuera. No solía perderese ni los entrenamientos, y era tal la pasión que sentía por los colores que se ganó el cariño de los propios jugadores, que incluso le permitían viajar con ellos en el autobús cuando les tocaba jugar lejos de Cartagena y le invitaban a algún que otro bocadillo. También le sometían a menudo a chanzas de mejor o peor gusto, pero a Claudio no le importaba; se reía con las primeras y enseguida olvidaba las segundas.
Su principal tema de conversación era, por supuesto, su Efesé. No había más que preguntarle por este o por aquel jugador, por el último partido o por el gol que marcó fulano para que su lengua se desatara. ¡Y ay de quien osara hablar mal de su equipo!.
Cuando había partido en El Almarjal Claudio vivía su momento de gloria: saltaba al césped ataviado de blanco y negro y, antes de que comenzara el encuentro, se marcaba unos toques de balón y unos remates a puerta entre los vítores del público. Luego, después de ponerse en la piel de sus ídolos y sentirse durante un ratico jugador del Cartagena, saludaba a “su” afición y se retiraba a la grada para disfrutar de cada detalle del partido.
Un día de 1980 hubo un incendio en una casa de la calle Lizana. Murieron Claudio y su perro blanco y negro. Ese día desapareció uno de los más entrañables y apasionados seguidores que nunca tuvo el Efesé, un aficionado de verdad, de esos a los que les daba igual que su equipo jugara, como era el caso, en tercera o en regional. Su pérdida generó gran tristeza a los jugadores y al resto de aficionados que tuvieron que acostumbrarse a no verle más en los entrenamientos o en el autobús o en el campo marcando goles a un portero imaginario, siempre vestido de unos colores poco menos que sagrados para él.
Por cierto, no he dicho que a Claudio, no sé por qué, le llamaban El Abute.
1 comentarios:
El Abute, por dios... qué recuerdos. Yo lo veía cada domingo desde la "grada grande" dar esos toques y tirar los penalties desde. Cuando el viento atizaba apenas si el balón de plástico, blanco y negro, cómo no, llegaba a portería, pues se desviaba irremediablemente. Y el Abute, con su caminar cansino y la paciencia de un santo, cojía su pelotica y la volvía a poner en el punto de cal, y lo volvía a intentar. Un símbolo. Cuando supe de su muerte, el corazón del niño que era entonces se arrugó un poquico, y siempre pensé que desde arriba seguía animando a nuestro Éfesé del alma.
Publicar un comentario